viernes, 9 de septiembre de 2011

Setenta minutos.

A veces cuando estoy cursando, mi mente se queda en otras partes...
A veces no estamos donde tenemos que estar...

Se levantó luego de setenta minutos de escuchar palabras encadenadas por la misma tenue voz desde el fondo de la sala. La luz, menos tenue que la voz, dibujaba figuras en el suelo de parquet que se peleaban por trepar a las paredes, reproduciéndose y multiplicándose hasta invadir la paciencia del auditorio.

No había querido ir, estaba tranquilamente fumando su primer cigarrillo de primavera cuando la conciencia le subió hasta la garganta y la arrebató la culpa que la condujo hasta calle Belgrano al mil cuatrocientos cincuenta.

Setenta minutos más tarde sintió que era suficiente tiempo para quien no está donde quiere estar, y pensó que cuando la luz invade de tal forma que la voz empieza a desparecer, ya no hay conciencia que se suba a la garganta.

Tapó la lapicera con la intención de que sonara fuerte, lo más fuerte que un capuchón de lapicera se puede permitir. Necesitaba apagar la voz, callarla, hacerla desaparecer por completo y recuperar en ese acto el protagonismo que había perdido apenas sentarse en esa silla tapizada en mostaza, tan fingidamente cómoda, hipócrita, silenciadora.

Pararse no fue importante, ni fue importante que se le cayeran uno a uno los cuadernos y se desparramaran las hojas a su alrededor. Respiraba libertad, podría irse, se estaba yendo, daba igual si la voz decía cosas importantes.

Salió de Belgrano al mil cuatrocientos cincuenta encendiendo el segundo cigarrillo de primavera. Preguntándose si, acaso, con esa conciencia que se le había subido a la garganta en el balcón de su casa en Floresta era más ella misma que ahora, después del ruido de un capuchón. Preguntándose si este cigarrillo que fumaba era el segundo de primavera o si, acaso, no era realmente el primero.

***

Y una voz seguía en paralelo “La Corte sigue diciendo hasta hoy de que la obligación de investigar sigue en el tiempo hasta que aparezca la persona” y alguno hasta anotaba heroico cruzando en el trazo la luz apagadora de voces.

***

Y ella acomodó su dobladillo, extendiéndolo con sutileza viendo como las arrugas iban desapareciendo en el contacto con sus manos cuidadosas, y se sintió feliz admirando el fucsia y olvidando durante una fracción de segundo que estaba en el estrado.

Cuando lo recordó todo el peso ese ambiente viciado de murmullos condescendientes le cayó encima invadiéndole de aire ya respirado los pulmones.

No había tenido tiempo de pensar… aunque quizá tiempo sí, lo que no había tenido eran ganas. Una vez le había bastado, dos… contando la primera declaración, pero no más. En el fondo, quizá justicia, pero lo que la llevaba al estrado era el deseo visceral de acabar con eso de una vez por todas y vivir en paz.

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